Lo vi de espaldas
sentado en el sillón oscuro, los brazos extendidos a cada lado como queriendo abrazar
al mundo entero. Se le notaban los años en las canas que asomaban entre su pelo
oscuro y ondulado. Giró la cabeza y vi la imagen por la que lo recordaría
siempre: su medio perfil con una enigmática media sonrisa, sus lentes de marco
oscuro y líneas rectas que lo hacían verse, y seguro sentirse, más joven.
El conjunto se superponía
al gran ventanal, tan transparente y perfecto que pudo no haber existido. El
gran plano vidriado se superponía a la galaxia de luces, alineadas unas, móviles
otras, de la ciudad silenciosa allá abajo. Pero todas ellas estaban fuera de
foco: mis ojos no podían evitar concentrarse en el grupo perfectamente orquestado a media
distancia, los brazos abrazando al sillón y al mundo por delante, las luces, y ese medio perfil que ya era de nuevo nuca.
Creo que durante un instante se dio cuenta de mi presencia, en el momento que algo hizo clic en el aire acondicionado. Yo pensé que había pasado desapercibida, que las alfombras mullidas apagan todo sonido.
Di algunos pasos para atrás mientras miraba la escena hacerse cada vez más pequeña, sabía bien que los años separaban lo que el espacio había sabido juntar. Ni las luces, ni los brazos ni las alfombras se reorganizarían para dar lugar a un elemento más en la composición.
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