Cuando salí el escuadrón de fusilamiento se
llevaba a un vecino. Estaba llegando tarde y me avergonzó ver a mi jefe en la
recepción, del otro lado del vidrio. Amenazó con apretar el botón –creo que lo
hizo– pero la puerta se abrió. No le pedí disculpas, habría creído que lo
importante era desviar la atención, dije:
-Así es desde la inundación.
Estaba rubio y me dio asco. Podía ser el rostro
del heroísmo pero aceptaba que la vida lo colocara como mi jefe. Obedecía al
cura, el comando era bicéfalo. En un sueño me echaba y el telegrama tenía
faltas de ortografía.
En la biblioteca lo de siempre: muelas, grafos
rotos y una carta. El trosko trabajaba del otro lado. Nos comunicábamos al
golpeteo; yo había leído que los tupamaros presos sobrevivieron la soledad así.
No sé nada, dijo.
Después: que era un golpe de la derecha. En esa
escuela trabajé antes de acabar la facultad, y después no acabé la facultad y
un día me encontré sola por los pasillos. Estaban formados, niños y profesores,
afuera, en la estación. Me resultó triste que si no recordaba la fecha del
simulacro, cabía esperar que no estuviera en la evacuación. Que nadie me
avisara, quiero decir.
Me tomé los quince en fumar un camba que me
amistara con el artificio y solté el interruptor. En la plaza los cadáveres de
las palomas formaban una rosa de humo. Cayeron, aún vivas, desde muy alto.
Siempre me llenaron de asco por la gente mayor y los niños y la carne de vaca.
Crucé la vía y volaron. En la tele no hubo nada hasta la noche.
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