domingo, 5 de mayo de 2013

La bibliotecaria



Cuando salí el escuadrón de fusilamiento se llevaba a un vecino. Estaba llegando tarde y me avergonzó ver a mi jefe en la recepción, del otro lado del vidrio. Amenazó con apretar el botón –creo que lo hizo– pero la puerta se abrió. No le pedí disculpas, habría creído que lo importante era desviar la atención, dije:
-Así es desde la inundación.
Estaba rubio y me dio asco. Podía ser el rostro del heroísmo pero aceptaba que la vida lo colocara como mi jefe. Obedecía al cura, el comando era bicéfalo. En un sueño me echaba y el telegrama tenía faltas de ortografía.
En la biblioteca lo de siempre: muelas, grafos rotos y una carta. El trosko trabajaba del otro lado. Nos comunicábamos al golpeteo; yo había leído que los tupamaros presos sobrevivieron la soledad así.
No sé nada, dijo.
Después: que era un golpe de la derecha. En esa escuela trabajé antes de acabar la facultad, y después no acabé la facultad y un día me encontré sola por los pasillos. Estaban formados, niños y profesores, afuera, en la estación. Me resultó triste que si no recordaba la fecha del simulacro, cabía esperar que no estuviera en la evacuación. Que nadie me avisara, quiero decir.
Me tomé los quince en fumar un camba que me amistara con el artificio y solté el interruptor. En la plaza los cadáveres de las palomas formaban una rosa de humo. Cayeron, aún vivas, desde muy alto. Siempre me llenaron de asco por la gente mayor y los niños y la carne de vaca. Crucé la vía y volaron. En la tele no hubo nada hasta la noche.

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